noviembre 16, 2009

Lunes 16 de noviembre

Después de una semana, después de haber vivido una semana, después de concebir el tiempo real que aloja en sí una semana, escribo de nuevo.
Revisando mis apuntes nocturnos del pasado lunes, partiendo de ellos para hacer memoria a detalle y arrancar con la bitácora, recuerdo que, al parecer, el plan previo al viaje me cansó más de lo que creí y esa mañana me amaneció un poco tarde.
Salí a eso de las 9 a.m. Tomé el metro hasta la estación Pantitlán y caminé al lugar en donde tomaría la combi rumbo a San Rafael. Como era de esperarse por el día y la hora no fuimos muchos los pasajeros y después de una mediana espera el chofer arrancó.
El tránsito no era tan pesado como supuse, aunque de haberme acompañado algún visitante no acostumbrado a la vida en esta ciudad lo que digo le resultaría un tanto irónico. En fin.
Poco a poco la avenida Ignacio Zaragoza se fue transformando. Después de los novedosos y metropolitanos puentes y segundos pisos las construcciones al margen se iban encogiendo a la par en que los cerros se iban levantando. Yo, sentado de espaldas al chofer podía mirar la evolución del panorama de una forma clara y evidente.
Llegué al Pueblo que hacía ya varios años no visitaba. Contrario a la ciudad, los cambios no son una costumbre pues habiendo estado por aquí no más de cinco veces identifiqué sin mayor problema el camino que debía seguir, la escena era la misma.
Hice una escala final en el mercado del pueblo para comprar un poco de comida, según caminaba entre los pasillos iba decidiendo mi abasto: Un cuarto de bisteces.19 pesos. Cinco pesos de tortillas y una cebolla, 3 pesos, dos jitomates por siete pesos igual que dos papas. Un par de piernas de pollo por 30 pesos y un pan bimbo chico por 15 pesos (que no era bimbo, era wonder). Por último compré una botellita de aceite vegetal por nueve pesos. Afuera una señora vendía tejocotes en su carretilla. Compré una bandejita por cinco pesos más. Esto, junto al café, la sal, el azúcar y la leche en polvo que traje de mi casa serían mi sustento por esta primera semana.
Acomodé algunas cosas dentro de la mochila, otras iban colgándole afuera. Comencé el camino a pie.
El pavimento se terminó y luego de algunos muros pintarrajeados se levantó el gran tubo de metal que marca el camino en ascenso.
La primera hora siempre se me ha hecho la más complicada. Resulta una prueba de fuego pues en algunos momentos se trata de auténticos muros que literalmente deben ser escalados, además de que el espacio sobre el que se camina es un tanto angosto. La mochila se empeñaba en enterrarme a cada paso.
Por otro lado, el follaje de los pinos filtra la fuerza del sol que apenas entra, ya debilitado, y torna fresca la ruta. Y nadie más ascendía en ese momento, esa tranquilidad a ratos contagiaba mi cansancio. A falta de reproductor mp3 escuchaba lo que se le ocurre decir a este entorno, que por momentos parece ser nada pero después de un rato el oído le acostumbra a los murmullos vegetales.
De repente la pendiente se interrumpe por el plano y ancho camino para carros, mucho más cómodo como largo. Apenas siete pasos y la montaña se vuelve a alzar.
Al final del tubo se despeja un claro ya en plano. En este punto llevaba cerca de tres horas de camino. El aire ahí ya es más frío. Cerca corre un canal con agua de deshielo. Tomé un poco y me senté a descansar.
El camino desde aquí pierde pendiente y se ensancha demasiado en comparación a lo pasado, la prueba se vuelve ya no de fuerza sino de resistencia.
En esta parte es posible escuchar ya el viento zumbando en los árboles y el chirrido de éstos cuando se mecen. Son pinos altísimos, yo calculo de 50 metros, más o menos.
Seguí el camino más ancho y las flechas que lo dirigen desde algunos árboles. Una hora y media después llegué a otro claro, mayor al pasado y un tanto diferente, no es un terreno enteramente plano y hay huellas tanto de llantas de coches o motos, no lo sé, como de animales de ganado (me pregunto también cómo es que llegan a estas alturas). Atravesé este pedazo pelón y entre los árboles que lo separan de la estación de Nexcoalango y con el beneficio del clima que a esta hora generalmente ofrece un aspecto nublado, se atisbaba claro el perfil cercano de la Iztaccíhuatl. Una frente apenas blanca y apenas también blanco el pecho revelaban una mujer diferente, más morena, igual de hermosa.
No pude más que sonreírle. Su silueta, perfectamente delineada seguía ofreciendo un amplio espectro de colores como lo hizo antes, mucho antes, a Murillo. El auténtico azul del cielo, las manchas blancas y brillantes sobre los grises y cafés, secas y afiladas que se cortan por puntas verdes oscurecidas.
Al centro del claro se edificaron con láminas y troncos algo así como unas chozas donde los fines de semana se venden quesadillas, cervezas, café y refrescos. Entonces estaban vacías. Cerca de éstas están los cajones, así los conozco yo, enormes piletas que alojan agua de deshielo. Como vestigios del pasado fin de semana círculos de roca constantes que en su seno encierran ceniza y carbón. Un par de camionetas rams estacionadas estaban siendo cargadas con leña. Así pues, ésta sería durante algún tiempo mi base.
Volví a mirarla. Los ojos se pierden, se meten en sus detalles, los de ahora generalmente ocultos por la ausente piel blanca. Era como verla desnuda, descarnada, en una situación poco frecuente. Como poder mirar por la pirámide de la luna por dentro, lo que tiene debajo su eterna figura en forma de escalera. Entonces a la derecha, un silencioso celoso echaba humo. Se alzaba sobre su cráter su propio reflejo tenue, como si un espejo lo reflejara a partir de su centro hacia el cielo, terminando en sus faldas que se esfumaban entre el aire. Era entonces como ver toda la magnitud sólida de la pirámide del sol reflejada en polvo hacia arriba en sentido inverso, una fina punta que se ensancha a lo alto y se pierde.
El hambre me devolvió a la tierra. Alcé a toda velocidad y desde un punto que me resulto estratégico la casa. Desde allí puedo ver a los dos anfitriones así como las chozas y el claro en donde se suele acampar, yo desde una esquina pretendo llamar lo menos posible la tención teniendo el agua corriente a un costado.
Tomé después las piedras ya ocupadas para estos fines, recogí de los árboles talados por los hombres de las camionetas lascas de leña, corté con el machete un poco de ocote y encendí mi morada.
Una vez listo el fuego calentaba agua en la cacerola y freía dos bisteces con media cebolla cortada también con el machete. Junté la comida con la cena y acto seguido la tarde con la mañana: Apenas hube terminado y con la confianza de quien desordena en su propia casa, apagué el fuego y me dormí. Nada, ni el frío me impidieron hacerlo con toda profundidad.
Martes: Desperté cerca de las diez. De nuevo el ritual del fuego, ahora sólo para calentar agua. Tuve que emplear el jabón de aseo personal para lavar los trastes, primera cosa que debo considerar a la vuelta a San Rafael el próximo lunes. Tomé café.
Por primera vez sentí la soledad absoluta y a kilómetros a la redonda, aún no han subido por leña. Di caminatas de reconocimiento sin alejarme demasiado de mis cosas. Mientras avanzaba la idea de la comida campestre me resultaba muy atractiva así que de las chozas entonces solas tomé prestada una varilla que supongo ocupan para atizar y acomodar la leña (está tiznada en una punta).
La lavé. Con la navaja y el machete logré atravesar la pierna del pollo y la atravesé antecedida y precedida por una mitad de papa a cada lado. Barnicé mi rudimentaria brocheta con aceite y la sazoné con no poca sal para ponerla al fuego que desde la mañana conservaba. Ahora que escribo, la comida sabe mejor que en ese entonces, las papas se quemaron con rapidez y al pollo le faltó cocción al centro pero nada que no se pudiera comer. Las tortillas salvaron la mesa. De nuevo y por tercera vez tomé café, ahora con leche, esta sería mi segunda consideración al bajar al pueblo, un poco de té no caería mal.
Con tiempo de sobra ordené cada cosa. Se me ocurrió, para mantener comestibles las carnes meter todas en una bolsa que a su vez metí en otra, ambas perfectamente cerradas y sin hoyos. Amarré la punta a mi varilla y ésta la clave cerca de la bajada de agua por lo que la bolsa quedaba constantemente bañada. Con esa baja temperatura podía contar ya con un refrigerador medieval.
Todo lo demás quedaría dentro de la casa, que siendo diseñada para guardar a cuatro personas me ofrecía suficiente espacio.
Por otro lado y aunque mi idea primera era la de una especie de letrina, la realidad (falta de herramienta, exceso de frío y vegetación abundante) modificó el proyecto. A unos 20 metros de la casa y con el método felino decidí cavar un hoyo a la vez para después taparlo.
Aproveché después el sol de la tarde para lavarme la cabeza, los brazos y los pies. Aún no me animaba (quizá porque aún no lo requería) a un baño de cuerpo entero.
El resto del día lo pasé tomando café y leyendo La pasión de dos volcanes. Ojalá me logre explicar, resulta demasiado extraño leer leyendas, historias, puntos de vista que a veces se perciben lejanos, sobre míticos lugares, estando en el lugar mismo, sintiendo ese carácter extraordinario en carne propia. Me imagino que si alguien pudiera leer el códice florentino o las cartas de relación de Hernán Cortés, caminando al pie de los lagos de la gran Tenochtitlán entendería de lo que estoy hablando.
Así se pasó la tarde. Tomé un poco de café con leche antes de acostarme a dormir.
Debo reconocer que no estoy habituado a esta bebida. Quizá por eso esa noche me costó demasiado trabajo dormir. Es cierto que la cafeína en dosis elevadas para el organismo produce ansiedad. Me sentía claustrofóbico con la sola idea de, mirando a mi breve alrededor dentro de la casa, saber que afuera la inmensidad me observaba. Entonces salí. No sé qué hora sería pero había oscurecido por completo, aunque la oscuridad aquí es relativa pues la luz de la luna siempre haya reflejo, aunque sea un poco, en la cumbre de los volcanes.
Ese reflejo definía claramente a la montaña y otra vez, como la primera vez que la miré de tan cerca en aquel campamento, me absortó. Su silueta alzada, tendida sobre la infinita pineda no se alcanza a imaginar, no se puede describir. Cualquiera creería, como es desde la ciudad, que de noche los volcanes también duermen, ocultos, pero no es así. De noche son más activos, de noche impactan con todo su tamaño sobre el fondo escuro. Como si las estrellas descansaran en la cima y brillaran tenuemente apenas delineando la inmensidad en la penumbra. El sol no les es necesario para imponerse, pues todo horizonte les pertenece. Pensando estas cosas que ahora escribo me llené de miedo y me metí a la casa.
Me sentía nervioso. Entonces pude escuchar hasta la hierba. No se si el frío la hace tiritar o si por las noches algunos animales rondan la zona pero escuché ruido sobre la hierba.
Recordé las referencias a múltiples asaltos en la montaña y esa idea, lejos de llevarme al pánico me hizo actuar. Al final se trataría de hombres, igual que yo, no de la naturaleza superior y enteramente desconocida. Tomé el machete y estuve pendiente con el oído de la hierba y con los ojos de la entrada de la casa.
El frío, como la luz del sol, también avisa del paso del tiempo. Ya había amanecido y yo me sentía entumecido.
Miércoles: Por más soñoliento decidí ya no tomar café. Desayuné tortillas con azúcar y leche preparada. Todo estaba en orden. Había decidió no dormir durante el día porque entonces tendría que volver a padecer la noche.
Me decidí caminar por las faldas para relajarme y fui rumbo al mirador. Una especie de cabaña que se levantó al pie de la bajada de agua y frente a un desfiladero. Tiene un balcón desde el que se ven los picos verdes infinitos hacia abajo y hacia los lados, cortados por el Popocatépetl, el valle de México, los pinos cercanos e inmediatos y atrás la mujer dormida. Todos deberíamos tener esta perspectiva al menos una vez en la vida. Uno se puede quedar ahí, parado nomás, mirando.
Una vez, volviendo de Guadalajara a la Ciudad de México, recuerdo haber pasado junto al pueblo de Tequila. La carretera va bajando de una loma y de repente la tierra frente al camino se vuelve infinitamente azul verdosa y se alza como en pellizcos, son los agaves. Estar viendo los pinos, cuya altura no se percibe desde una altura superior me recordó ese camino.
De regreso al campamento levanté un poco de leña. Todo seguía en orden. Volví a comer pollo, esta vez lo herví primero y después repetí la operación en la brocheta, poniendo las papas a la mitad del asado. El término de la carne mejoró notablemente y las papas no se quemaron tanto. Cabe mencionar que desde esa tarde he decidido acompañar la comida sólo con agua simple.
Jueves: Desperté temprano por el ruido un tanto lejano de las camionetas. La gente subía por leña.
Desayuné y comencé a revisar los apuntes que redacto por las noches.
Pasado el medio día de nuevo estaba solo, así que decidí bañarme por completo. Busqué la parte más lejana y cómoda para el propósito. Fue un auténtico baño de cazuela a falta de jícara. Las orejas y los veinte dedos se me entumecieron al grado del dolor pero una vez limpio ya en la casa me sentía muy cómodo. Aproveche también para lavar la ropa interior que me había quitado.
Terminé los últimos bisteces, ahora con lo que sobraba de cebolla y los jitomates que aún no había cocinado. Algunos insumos deberían ser más abundantes para la siguiente semana. Después de comer me permití una poco de café.
Afuera de la casa, tendido sobre el pasto tomé el sol que calentaba un poco el suelo bajo el viento que baja helado y comía tejocotes. Entonces se vuelve un breve contraste de temperatura este lugar.
En cuanto oscureció me metí a dormir. Mientras buscaba el sueño pensé en lo diferente que esto hubiera sido si Natalia me hubiera acompañado.
Volví a escuchar los ruidos sobre la hierba. Eran como pisadas lentas y lejanas. En ningún momento se acercaban. De ser personas buscando a quién robar pensé que no tendrían mucho de donde escoger por lo que de inmediato se me acercarían, pero entonces tomé en cuenta el que la casa no llamara la atención en el pequeño llano. Pensé que si salía y aún no me veían entonces lo harían, o que si no buscaban asaltar pero se creían solos podían verme como interferencia de lo que fuera que harían, finalmente nadie sube a las tres de la madrugada a las faldas de la mujer para sembrar un árbol. Después de una larga duda me calcé, me abrigué, tomé el machete y salí muy despacio de la casa.
Ya no había nadie y el silencio de nuevo era absoluto.
Viernes: Se me había olvidado que el fin de semana se volvería largo por el lunes feriado que rememora la Revolución Mexicana, hasta que vi llegar más gente de lo común desde temprano. Eran los habitantes de San Rafael que venden comida en las chocitas. Me acerqué y desayuné con ellos.
En la primera vende Gustavo con su esposa, doña Alma. Me contaron que suben cada fin de semana en su camioneta estaquita, una nissan que según me cuentan es modelo 81.
Les ayudé, después de pagar mi cuenta, a bajar sus cosas mientras platicábamos. Se enteraron de lo que le hago aquí y se alegraron aunque me dijeron que debía tener cuidado, los rumores generados a partir de algunos asaltos se han vuelto más frecuentes, “y eso nos afecta a todos, mucha gente ya no viene tan seguido por eso”.
Pasé la tarde con ellos. Apenas llegaron un par de grupos unas horas antes de que oscureciera.
Me fui a la casa. El Popo había lanzado una fumarola muy alta como para hacerme notar que no les debía perder atención. Me puse entonces a lanzar líneas armando algunos bocetos que poco a poco iré conformando.
Antes de dormir me tomé el sidral que me regalo Don Gustavo.
Sábado: Volví a con los señores Ávila para repetir el pan dulce con atole. Después del desayuno vimos que la gente comenzaba a llegar de manera constante. Después de instalarse poco a poco se iban acercando a la choza y el negocio se echó a andar. Al ver que doña Alma se dividía entre la masa para las tortillas y los guisados que aún no estaban listos, mientras don Gustavo destapaba los refrescos y hacía las cuentas, me ofrecí como ayuda. Yo me encargué de ir por agua para lavar las manos, y los platos sucios que también tomé como tarea. Cuando la demanda hubo cedido un poco comimos los tres. Diciendo que les había ayudado mucho no me quisieron cobrar y yo tampoco insistí.
Estaba lavando los últimos trastes cuando llegaron otras personas. Venían como casi todos de la ciudad. Un grupo de amigos de Neza que contaban que cada vacación que tenían era para venir al Izta. Nos ofrecieron un mezcal, sólo yo acepté.
Terminamos con la garrafa afuera de su campamento, cantando al ritmo de la guitarra y los muñecos Te vas a acordar de mí.
Domingo: Desperté como a las diez y fui directo a tomar atole con don Gustavo y doña Alma. Los de Neza armaron retas de futbol y tochito, ahí por fin nos dijimos nuestros nombres, ellos eran Gerardo, Ángel, Alberto, tosco y Jonatán, si no me equivoco.
Acabamos de nuevo cantando en su fogata, tomando cervezas que les compramos a los Ávila.
Acordamos que hoy lunes después de desayunar bajaríamos juntos a San Rafael. Sabiendo que me quedo me regalaron la comida que les sobró. Le he pedido a don Gustavo que baje mis cosas en su camioneta y nos encontremos a las dos de la tarde en el mercado.
Contrastante con la subida, ahora he bajado en menos tiempo, sin cansancio, sin mochila y acompañado. Me he despedido de los buenos amigos de Neza y he entrado a este café internet para dar cuenta de lo que me ha ocurrido esta semana. Dedico estas líneas tanto a ellos como a don Gustavo y doña Alma.

2 comentarios:

  1. Bueno Víctor, parece que tu vida ha cambiado mucho en poco tiempo. No tengo ni la menor idea de cómo conseguiste mi mail y he de reconocer que la primera vez que recibí tu correo me enojé un poco, pero no por mucho tiempo. Sin embargo, a mi me gusta la literatura y escuchar crónicas sobre alguien como tú, siempre tiene un encanto especial.
    Mis recomendaciones son que no tomes café, que compres jabón para lavar los platos y que nos cuentes más sobre tu interior. Yo quiero saber lo que te pasa, pero cómo te sientes y en quién te vas convirtiendo al estar ahí... ¿cuánto tiempo tendremos tus crónicas??
    Un abrazo donde quiera que estés ahora y pon una foto tuya para conocerte...

    Isa

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  2. Víctor Cano:

    No cabe duda que aun tenemos muchas cosas buenas, en este universo de la internet, por conocer.
    Por favor y de igual manera que nos relatas los paisajes que se ven en esa montaña, dejanos conocer algo de lo no tan visible de las personas que con uno u otro fin por ahí transitan.
    Tambien espero que al seguir contigo a través de esta magnifica aventura pueda ir descubriendote y con esto saber quien realmente eres y así poder aclararme como conoces de mí detalles tan guardados, segun Yo, muy bien guardados como e-mail, nombre etc.

    Tu, desde hoy compañero de aventura:

    Archi.

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