diciembre 28, 2009

domingo 27 de diciembre



Después de salir del café internet tomé el camino de vuelta a la montaña. Me sentía muy cansado, tendría que cargar con todo el campamento, como al bajar, ahora al subir.

Dejando las últimas casas del pueblo siempre encuentro jaurías de enjutos ladrando por algo de comer. Por aquí me encontré el otro día con la Yayau. La busque pero no estaba entre los perros de ese domingo.

Mientras subía, obligado un tanto por el silencio y la soledad, pensaba en todo lo que me ha pasado. Tuve ganas inmensas de comunicarme a la casa de mis padres, de hablar con mi hermano, de ver a Natalia. Y aunque en San Rafael todas las casas ya titilan la nochebuena, no fue esa la razón de mi nostalgia. Eran ganas de volver a ver a esos con quienes me siento cómodo, querido y feliz, junto a quienes puedo dejar de tener estas visiones extrañas. ¿por qué regreso entonces?

Curiosidad, fascinación y hasta miedo.
Como parte de mi experiencia en la montaña decidí dejar cualquier herramienta que me pudiera comunicar con la ciudad, específicamente el celular, decidí crear una cuenta de correo nueva, tanto para dar de alta el blog de la bitácora como para evitar el contacto con mis conocidos, quienes no conocen esta cuenta y con quienes no comparto estos textos.

Desde la primera semana de noviembre no sé nada de ellos. Entonces pensé que a la vuelta al café internet el siguiente fin de semana quizá podría abrir esa cuenta y saber un poco de ellos, finalmente estas fechas motivan los correos afectuosos.

Molido y con sueño levanté la casa apenas en el primer claro, a unos veinte metros del camino. Por ahí donde los periódicos locales dicen que han asaltado una que otra vez pero sinceramente a esas alturas (en sentido no tan metafórico) era lo que menos me importaba.

Lunes: Esta vez no hubo otra razón para el mal sueño que no fuera el frío. Desayuné unas galletas y alcé la campaña. Después de perder a Yayau y de todo lo que me había pasado en Nexcoalango, la base anterior, no tenía muchas ganas de volver. El domingo había visitado, como cada fin, la página del CENAPRED, centro encargado de monitorear la actividad del volcán Popocatépetl. Cómo desde mi llegada el semáforo sigue en amarillo y el radio límite es de 12 kilómetros del cráter.

Apenas lo pude ver y comencé a andar rumbo al volcán, en dirección al paso de Cortés. Eran cerca de las doce del día.

Caminaba sin una ruta clara, sólo en dirección de mi objetivo y eso hizo doblemente difícil el día. Después de un rato los árboles se alzaron de nuevo por encima del Popo dejando entre ver apenas su fumarola pero todo se complicó cuando ésta se confundió por completo con las nubes tenues y deshilachadas de ese cielo. Esto, el hambre y el frío me detuvieron. Acamparía a mitad del bosque espeso, donde ya ni la Iztaccíhuatl ni el Popocatépetl se asoman como dioses desde el cielo.

Busqué un poco de leña para la fogata de esa tarde y noche y cociné con el mismo gusto de los primeros días.

Parecía todo ser más ligero entonces. Después de comer me puse a escribir una carta para Natalia. Había empezado con un saludo casual y un mejor deseo navideño pero no quise desperdiciar espacio. Aticé la lumbre y saqué otra hoja. De golpe le contaba que estaba en algún punto entre el Popo y La Mujer, que estaba aquí desde noviembre y que la había extrañado cada momento de estos días. Que incluso la estaba alucinando y que al terminar esta lectura seguramente la estaría besando a pesar de que ella estuviera molesta y tuviera cientos de cosas que reclamarme.

Le contaba que esperaba llevarle a una nueva Yayau (si la encontraba), y que la haría volver aquí, conmigo, si ella quería.

Volví a la lectura y poco después dormí.

Martes: Nunca he tenido la facultad de recordar mis sueños pero últimamente parecen desbordar el límite que tienen con la realidad.

He escrito ya que cargo con un libro sobre las múltiples leyendas de los volcanes, cuya lectura aquí es inexplicable, reveladora. Ayer por la noche lo leía. Uno de los textos se refiere a este fenómeno a partir de la Iztaccíhuatl y lo imponente de su figura, tan exacta, como tallada por un dios, como si fuera una diosa gigante que domina estos valles, que atrae a propios y extraños y que a aquellos que la conocen termina por secuestrarlos. En ese sentido se interpreta al volcán Popocatépetl no como su eterno compañero sino como la pira a sus pies en que se ofrendan las vidas cautivas. El autor habla de que a pesar de los intentos del hombre como género y especie de imponer a los dioses como seres masculinos, la naturaleza sutilmente revela la verdad en tanto que ella misma es femenina.

En fin, me estoy, desviando, en mis sueños aparecía esa mujer que no me deja ver su cara pero que me habla con la voz de Natalia. Ella me repetía todo eso. Que las vidas de los hombres que La Mujer Dormida cautiva son el combustible necesario para la leyenda que ella hace arder a sus pies. Que las erupciones tienen ese fin. Hablaba mientras lanzaba leña sobre el fuego.

Salí de la casa apenas desperté. Las cosas extrañas parecen ser comunes aquí, la fogata seguía encendida.

Lo avivé, preparé un desayuno y al terminar, con toda calma alcé el campamento una vez más. Me había fijado llegar esa noche hasta el paso de Cortés y acampar allí.

Cuando pude desprenderme de todas estas cosas extrañas y poco tangibles me vi en medio del bosque, sin rumbo. Traté de convencerme de venir de cierto rumbo para avanzar en otra dirección y así lo hice. Alcé las cosas y con determinación empecé a andar de nuevo.

Eran las seis de la tarde, oscurecía, y yo seguía andando dentro del mismo bosque espeso sin que se asomaran a mí las cumbres guía. Pensé en acampar allí, ya lejos del caudal de deshielo, de todo excepto de los constantes árboles, pero después de un día de andar el no encontrar algo me tensaba. Acampé sin un mejor panorama ya entrada la noche. Cenar y dormir…

Miércoles: Desperté temprano. Había comido tarde y no quise desayunar. De inmediato me puse a andar en busca del Popo, ya un poco desesperado, y por fin, cerca de las tres de la tarde me encontré con el gran claro del Paso de Cortés.

Como si hubiera dejado de verlos por mucho tiempo me encontré con un par de volcanes poco nevados a pesar del fuerte frío. Me parecen caprichosos pues en días gélidos como este se asoman grises, como desobedientes al clima, y de repente, a las doce del día, con el sol en el cenit, se cubren de blanco.

Había algunas personas pasando un día de campo. No quise hablar con nadie que no fuera Natalia así que avancé rodeándolos y a penas me hallé solo y de nuevo acampé para calmar tanta hambre.

Me hallé a los pies de esa mujer, cerca de la pira que es su ofrenda. Después de estos sueños y estas lecturas ya no veo igual estos caprichos sobre la tierra. Y aunque apenas moviéndome un poco el ángulo distinto modifica drásticamente las figuras, no me refiero a eso, me refiero a una visión personal nueva. La fuerza femenina, aparentemente pasiva acaba por abrazar y absorber la magna fuerza masculina del volcán, que lo recrea en función suya.

Entonces entendí que eso mismo me pasa con Natalia. Que es la fuerza femenina que me absorbe y me recrea en función de ella. Eso me provocó una sonrisa.

Saber que frente a mí, en ese valle, estaba ella, pensando no sé qué cosas sobre mí (excepto lo que realmente me pasaba) me llenó de ganas de verla y estando junto a ella ver estos volcanes, mis volcanes.

Comí y descansé. La tranquilidad de esa tarde me hizo dejar el acercamiento al Popo para el otro día.

Jueves: Cada vez es más intenso el frío. La niebla desapareció en una noche los volcanes por lo que decidí no avanzar hasta que la visión fuera más favorable pero ese día no se prestó para ello. De cualquier modo, la cercanía me tenía muy cómodo aunque la comida era cada vez menos.

El frío me mantuvo dentro de la casa casi todo el día, saliendo a penas para avivar el fuego y servirme más café. Estuve haciendo dibujos, por vez primera y no por voluntad, sin mirar los modelos, cubiertos por la neblina. Eso quizá me provocó dibujarlos a partir de la nueva perspectiva desde la que los mira, de la que he hablado anteriormente.

No sé qué hora sería pero tarde ya me quedé dormido.


Viernes: Volvió entre mis sueños. Me hablaba. Me decía cosas que no pude recordar pero que me hicieron despertar pensando en ella. Salí de la casa. A penas se asomaban las cumbres de la mujer y el pico activo del volcán.

Las ganas de ver a Natalia me rebasaron, a mí y a todo esto. Guardé las cosas y pensé en volver por ella para volarme con ella el límite de los 12 kilómetros del volcán y todos los límites que estorbaran. Ya no pararía más que para comer y dormir, así que después de un desayuno contundente me puse a andar.

Oscurecí de nuevo a medio bosque, acampé después de cenar.

Sábado: De nuevo empecé a caminar desde temprano tratando de ubicarme mejor y esta vez funcionó. Después se asomó la cabeza recostada de la Iztaccíhuatl y con cansancio pero con rumbo definido al anochecer estaba de nuevo en Nexcoalango.

Había un par de fogatas esparcidas por el claro, una bastante cerca del lugar que por semanas ocupé, así que ahora me asenté en el primer lugar que hallé más o menos cómodo.

Me pareció ver luz en las chozas de los vendedores así que me acerqué. Ahí estaban los Ávila. Me contaron que habían subido porque esperaban que este fin subiera mucha gente por la llegada del frente frío y la posible nevada que hasta entonces no había caído. Yo les puse al tanto de lo que me había ocurrido. Me invitaron a cenar al saber que no contaba ya ni con dinero ni con comida.

Después de un rato me fui a dormir para apenas amaneciendo, descender hasta el pueblo.

Domingo: Tomé café, de nuevo cortesía de mis amigos, y bajé. Contrario a cada descenso, esta vez veía subir mucha gente. Llegué al pueblo y me encontré con la más grata sorpresa, la Yayau comía junto con otros alrededor de unos botes de basura. La llamé y me reconoció. Juntos fuimos al cibercafé, ella me esperaba afuera. Desde adentro me saluda Susana.

Ahora he abierto la cuenta de correo que no revisaba desde aquella noche en que escribí el primer apunte de esta bitácora. He abierto el primero de varios correos que me han enviado algunos amigos en común con Natalia.

Como punta de la lanza de todas las cosas inverosímiles que me han pasado desde que inicié esto, leo y me quedo helado frente al monitor.

Volveré de nuevo a las montañas y ya no pienso bajar porque en realidad no he bajado. Soy una de esas vidas que incandecen a los pies de la mujer, que se le ofrendan.

Seré como Popocatépetl el primero que muere para dar vida a su mujer, helada y tendida, y hacerla leyenda.

Hace cuatro semanas que Natalia, inexplicablemente, me dicen, murió.

diciembre 13, 2009

Domingo 13 de diciembre


Relatar lo que me ha pasado en estas dos últimas semanas no ha sido cosa sencilla. No es que antes lo hubiera sido pero ahora el orden de mis pensamientos y percepciones me confunden, y creo que esto resta valor a mis propias palabras, justo ahora que las leo.

Aquel último domingo de noviembre, después de hablar con Susana, la Yayau y yo fuimos al mercado para después volver a la montaña. Mientras cenábamos leía las páginas del periódico en el que me envolvieron un poco de canela y manzanilla. Me enteré entre otras cosas del campo de batalla político en que se ha vuelto a convertir Iztapalapa. Me acordé entonces de que la tarde en que el llamado Presidente legítimo solucionaba la situación electoral previa a las elecciones en esa delegación, escuchaba todo eso en el comedor de casa de Natalia.

No sé si mi aislamiento voluntario me tiene un tanto más emotivo, no lo sé, lo que sé es que esa noche extrañé a Natalia como se extraña ser niño y saber que eso es algo que no se disfrutará de nuevo jamás. La extrañé al mirarme aquí, donde más he deseado estar pero sin ella, sin ti. Te extrañé como sabes que te amo Natalia.

Y entonces, como en otras noches y por otras razones igual estuve, miré el cielo desde mi casa, recordando hasta esas tardes que llegaron y se fueron sin más a su lado, imaginando que ella estaba mirando al cielo también.

Lunes: El frío ha comenzado a subir la montaña. Decidí por eso alzar un poco más de leña de lo común. La noche anterior se había acabado toda faltando aún algunas horas para que amaneciera, por eso, si volvía a tener una noche de insomnio tendría una reserva.

La Yayau y yo anduvimos el bosque en esa tarea y por la tarde comimos de frente a la inmensa mujer dormida. Al terminar y desde temprano yo también me puse a dormir.

Entre sueños creí hablar con una mujer que he asociado con Natalia. En un parque muy parecido al de su casa, donde íbamos a columpiarnos cuando no teníamos mucho qué hacer, le conté dónde estaba y lo que me pasaba. En mis sueños los lugares resultan siempre diferentes a los originales y esta vez me pasaba lo mismo con ella. Parecía no saber o no recordar lo que había pasado y me abrazaba como si también tuviera frío. Por esa irracionalidad de los sueños no podía mirar su cara con claridad y justo cuando estaba por hacerlo Yayau ladraba con furia, y ya no lo pude hacer.

Martes: Parece que los volcanes supieran lo que me pasa. Justo cuando parecen perder protagonismo secuestran mis sentidos sobre toda voluntad.

Cualquiera que haya visto hacia esta parte del valle pudo percibir que el Popocatépetl ardía por dentro. Sobre él se alzaba un diálogo transparente y silencioso en dirección a la mujer. La rodeaba con lentitud y suavidad. Colándose y haciéndose uno con las nubes, abrazándola y dejando apenas que asomara su cara. Era como una ofrenda de pétalos blancos. Esa tarde y el volcán bajaron un albo telón que se abriría hasta la siguiente mañana.

Miércoles: Enorme, clara y brillantemente blanca. No hay nada más impactante que esa mujer dormida.

Amaneció nevada. La blanca nieve borra el contraste y parece hacerla más alta, hecha cielo. Es muy difícil creer que el nombre de Iztaccíhuatl es sólo una figuración que se ha hecho sobre la naturaleza. Es perfectamente una mujer tendida al sol. Sobre una alfombra de pinos y con una ofrenda humeando a sus pies.

Esa sábana clara que se ciñe a esa erótica silueta parece querer alcanzarme, en el contacto más fuerte y cercano que se ha establecido entre los dos.

Cómo no recordarte Natalia.

Jueves: Desperté temprano y desayuné. Todo ocurría de forma normal, un par de camionetas llegaron temprano para cargar leña. Acostumbrados a ellos y quizás ellos a mí, nos saludamos y cada quien seguía con su cosas. Al cabo de una hora, más o menos, arrancaron y se fueron. Como ya he contado, no es extraño ver gente por aquí cerca del medio día. Por eso no me sorprendió ver un poco más tarde a alguien cerca de aquí. Yo miraba de reojo, luego traté de ubicar su camioneta pero no había nada de eso. Una vez que ya me daba la espalda y que la Yayau le ladraba volteé y vi sus últimos pasos antes de abandonar el claro siguiendo el camino en ascenso, no llevaba ni ropa ni herramientas para campamento, vestía ropa poco abrigadora, muy común, parecía ser una mujer.

Esa noche, dentro de mi casa de campaña pensaba en lo que en esos momentos, a inicios del último mes, estarían haciendo mis amigos y mi familia. Pensé en que al verlos tendríamos mucho de qué hablar. Pensé también que al volver buscaría a Natalia. Luego me quedé dormido.

Me pasa con frecuencia en mis sueños que vivo cosas que pudieron ocurrirme durante ese día pero que no fue así. Soñé que la mujer que pasó por aquí durante la tarde volvía por la noche y me hablaba. Tampoco podía distinguir su cara pero su voz era igual a la de Natalia. Ella entraba a la casa.

Desperté. La cortina estaba entreabierta.

Viernes: Amanecí con la sensación que dejan los sueños agradables. Deseo de que no sólo fuera un sueño. Era como si Natalia hubiera estado aquí, conmigo, contagiada por todo el misticismo de este lugar. Pero esto apenas comenzaba.

Por la tarde dormité tendido en el pasto junto a la Yayau. Como se viene haciendo costumbre sus ladridos me despertaron. Esta vez, estoy seguro, le ladraban a esa mujer, que en pleno atardecer volví a ver desapareciendo en el camino de ascenso.

Decidí entonces alzar el campamento a toda velocidad y seguir sus pasos. Me regresé y quise llevarla con jalones pero chillaba, no quería moverse.

No pasó mucho después de que empecé a caminar y ya había oscurecido. Sin leña y sin nada montado decidí regresar antes de que el camino me perdiera. A esa distancia ya no lo reconocía.
Al volver la Yayau ya no estaba.

Sábado: Decidí, desde muy temprano, retomar el camino. Me perdí por la misma ruta en que esa mujer se había perdido una noche antes. El camino sigue, en sentido inverso, el cauce del agua de deshielo de la cima. En algunas partes, como al llegar al mirador, se vuelve estrecho, de modo que si se llega a perder el equilibrio o se acaba mojado o en el fondo del voladero. Cuando era niño y acampé por primera vez aquí me contaron que alguien había ya tenido la mala fortuna de perder el equilibrio hacia el lado menos afortunado.

Ese hecho desencadenó una serie de voces en mi cabeza. Historias funestas en este lugar. Desde los primeros registros documentales la mujer dormida o Iztaccíhuatl está sutilmente ligada con la muerte. Después de todo y según la leyenda, Popocatépetl ofrendó su vida a los pies de esta mujer.

Después recordé al Doctor Atl. Si bien, Murillo no murió en la montaña, esa atracción le llevó a perder una pierna y no pudo seguir explorando su afición.

Decenas de casos de alpinistas que mueren extraviados o víctimas de algún accidente. Esa idea, pensar que pisaba lugares que en otros lugares hubieran dado otros sus últimos pasos me exaltó un poco.

Después de horas de cansancio, el camino se desvanece y es uno quien debe de decir su rumbo sobre infinitos cerros, llegué a la nieve. El verde se quedó a la espalda y frente a mi nada era más que blanco. La mujer perdió su figura y yo la ruta.

Sabiendo que esa zona no es nada segura decidí andar de regreso. Me sentí entonces como un animal encerrado. Por más absurdo que sueno así me sentí.

A la orilla del agua me instalé para comer y hacer una fogata para pasar la noche. No sé si fue una especie de mal de montaña o si es verdad que la soledad llega a causar delirio pero esa noche, mientras tomaba una taza de café, mira bajar, justo por donde yo había llegado, a esa mujer.

No puedo escribir la palabra que exprese lo que sentí porque no la conozco. Hasta ahora lo único que ha superado esa sensación de asombro a las faldas de la mujer sólo ha sido superado por ese pánico. Eso fue.

Pienso que si hubiera sido algún ladrón, con una intención clara, quizá hubiera sido menos duro. El ver la luz del fuego iluminar tenuemente a una mujer bajando en mi dirección, incluso pude escuchar la desesperación en mis latidos.

Entre con absurda cautela en busca del machete pero una vez dentro no pude moverme más.
Escuche sus pasos cerca mientras las sienes me palpitaban como si fuera el eco. Llegó el momento en que esperaba que entrara o me atacara. No paso nada.

Después de un largo rato pude dormir. De nuevo entre sueños llegaba hasta aquí la mujer. Con el tono de voz de Natalia me hablaba en voz baja, me decía que no tenía de qué preocuparme y con sus manos heladas cerraba mis ojos. Me besaba y seguía hablándome sin dejarme abrir los ojos. Me decía que la buscara, que iría rumbo al volcán.
Desperté con los párpados helados.

Domingo: Sé que estuvo aquí y que me ha estado siguiendo. Que entra entre mis sueños y se va antes de que despierte. Desde esa mañana decidí dar con ella. No bajé a San Rafael pues andaría con lo poco que me queda tras su pista. Desde entonces no cuento los días ni las noches, camino despacio hacia el Popocatépetl, mirando en todas direcciones.

Domingo siguiente: Ha pasado una semana y no la he vuelto a ver. Duermo de día, vigilo de noche y me siento parte de una realidad distinta. Sé que esto suena absurdo e inexplicable, quizá por eso la busco, quiero comprobar que hay algo detrás de todo esto. Ya no leo ni escribo con la misma frecuencia. Sólo quiero encontrarla.

La comida se acabo y he vuelto a San Rafael. Después de comer en el mercado he llegado con Susana a quien no he podido decirle lo que pasó. Se estará enterando al transcribir el texto y yo esté subiendo de nuevo.

noviembre 29, 2009

Domingo 29 de noviembre




De nuevo escribo desde este cibercafé que visito por tercera vez. El domingo pasado, al entrar a este negocio, me asignaron la máquina número 4, justo frente a al monitor administrador.


No sé si el pasar más tiempo del acostumbrado sin compañía me ha vuelto más sociable pero con el pretexto real de no saber dónde se guardan los archivos de respaldo en las máquinas inicié una conversación con la encargada.




Después de conocer los motivos que me tenían cada fin de semana aquí Susana me propuso rescatar los archivos redactados en varias de estas computadores en una sola, pues le conté que quizá cerrarían el blog por ser un supuesto blog spam.


Afortunadamente se encargó del problema y como es posible advertir, ya no es más un posible blog spam. También se ofreció a escanear los dibujos que traía conmigo para publicarlos (incluso me obsequió unos lápices de colores después de saber que el primer dibujo fue iluminado con hojas de té). En fin, desde entonces Susana es amablemente la encargada de la publicación de mi bitácora (de hecho ella publicó la tercera entrega, mandó el correo que yo redacté a manera de invitación y yo pude subir a buen tiempo rumbo al campamento). Al fin acordamos que yo bajaría igual, cada fin de semana y entregaría los originales para que ella los cargara en la red y le diera el mejor formato. Ésta es pues, la segunda entrega bajo este convenio.


Salí entonces del cibercafé y fui directo al mercado. Compré lo necesario y apresuré el paso.


Llegando una vez más a las cercanías del tubo que marca el inicio de la pendiente me di cuenta de que estaba siendo seguido. Primero a cierta distancia, como queriendo hacer casual su presencia, pero al pie de la pendiente estaba detrás de mí.


Sin nada más por ofrecer que un pedazo de tamal que compré por la mañana y no me terminé, me le acerqué.


La perrita se lo comió y al final movía la cola. Pensé que sería mucho más agradable mi estancia arriba con su compañía así que regresé hasta la última tienda y compré un cuarto de salchichas (baratas). Le di enseguida una mitad y comenzamos a subir.


Cada que notaba cierta distracción volvía a convencerla con otro pedazo de embutido.


Mientras subíamos, a paso lento, decidí hablarle para que se sintiera cómoda y quisiera seguir acompañándome. Para el momento en que debíamos trepar la acaricié y después de un rato la pude ayudar.


Tengan la imagen convencional de un perro callejero, tamaño mediano, peludo pero lacio (en los términos que el pelaje de un can callejero lo permite), orejas largas y caídas a los lados, cola larga y uniforme color café con leche. Fue entonces que me di cuenta de que era hembra y la llamé Yayau.


Una vez arriba me asaltó la culpa: Se congelaría a media madrugada. No creí que el meterla a la casa fuera la mejor de las ideas así que aproveché la luz naranja del atardecer que refleja la mujer, poco nevada, para armar el campamento de Yayau. A un costado de mi casa, alcé la estructura con piedras y leños. El techo fue armado con ramas y follaje tupido y el interior calentado con zacate, papel periódico y una playera mía.


Siendo ya tiempo de frío decidí compartir una generosa cena con Yayau para convencerla. Ella sólo entro a su casa hasta que ello le permitió llegar a su comida.


Con el enorme, montañoso deseo de que ella estuviera ahí por la mañana me acosté a dormir.


Lunes: Hecha bola en un rincón que había acomodado con lo que encontró dentro, estaba la Yayau por la mañana.


Si bien mi presupuesto no podría soportar alimentar a alguien más del mismo modo, necesitaba convencerla de quedarse. Pensé en hacerlo sólo por esta semana y la siguiente ya vería, como fuera ya estaba conmigo.


Desayunamos tortillas con huevo y fuimos a caminar.


Yayau me sigue como si fuera mi acompañante de tiempo atrás o como si entendiera lo que estoy haciendo aquí y hubiera decidido hacerme compañía.


Calenté un poco de agua (cosa que no hago ni para mí) y humedeciendo un cacho de tronco traté de cepillarle el pelo. En fin, me siento muy cómodo y contento, incluso pienso en llevarla a la casa a mi vuelta.


Yayau era el nombre de la perrita pastor que le regalé a Natalia en uno de sus cumpleaños. Era hija de la perra de una vecina, se vieron un día a través de la reja que da a la calle y se encariñaron al instante. Yayau se salió un día de su casa y ya no la volvimos a ver, yo le prometí una perra igual de bonita a Natalia pero no quería otra.


Ésta ya no es una cachorra para igual se ha hecho querer desde el primer momento.


Parece que a Yayau también le gusta la silueta majestuosa, esa tarde, mientras yo la dibujaba , ella se echó a mi lado, mirándola, y se movió de ahí hasta que nos fuimos a cenar.


Aunque ya habíamos pasado todo un día, de nuevo me acosté dudando que amaneciera ahí al otro día.


Martes: El domingo en el café internet de Susana leía, en la página del CENAPRED, que el volcán Popocatépetl había incrementado su actividad sin llegar a cambiar el color amarillo de la alerta. Lo recordé cerca del medio día de ese martes cuando Yayau comenzó a ladrarle (desde aquí justo se alcanza a ver su cima) mientras lentamente se alzaba sobre él otro cono, gris, ligero y quizá del mismo tamaño. Sin duda los animales tienen otro grado de percepción y, específicamente los perros, se mantienen muy alerta.


La cuestión desafortunadamente no paró ahí. Justo la noche en que horas antes el volcán había vuelto a dominar el cielo, y mientras yo dormía, escuché de nuevo los ladridos de Yayau. De inmediato recordé los pasos y me levanté.


Esta vez no escuché la hierba tronando pero Yayau ladraba con coraje. Si se toman en cuenta el silencio casi total que por aquí habita, y que inunda el espacio por las noches, mi tensión y mi miedo eran provocados en buena medida por sus gritos intimidatorios


Tomé el machete y salí. Ella ladraba de nuevo en dirección al volcán, que entonces no se veía, pero cuando bajé la mirada vi moverse entre el follaje distante una sombra que en breve perdí. No creo poder transmitir con estas palabras un cuarto del miedo que sentía entonces. No pensaba en nada, sólo padecía ese sentido emergente, activado pocas veces, cuando los otros cinco son vencidos por alguna situación extrema.


Después de unos minutos Yayau dejó de ladrar y con toda calma volvió a su casa, y yo tras ella.


Miércoles: La luz del día modifica todo. Ese espacio que horas antes había sido el más pavoroso era entonces, de nuevo, bello y tranquilo, verde y coronado por las gotas de nieve sobre la nítida mujer dormida, aún árida. A su lado derecho el Popocatépetl apenas humeaba. Pensé en regresar pero la idea había dejado de ser la determinación definitiva de la noche. Mientras recogía varas para arder en la fogata, mientras cocinaba, mientras veía las nubes veloces acostado sobre el pasto, ese día sólo pensaba en lo que había visto.


Una parte de mí no se convencía de que, de ser un ladrón, se hubieran asustado con el ladrido de un perro, la otra, fuera lo que fuera, esperaba que así hubiera sido y que no regresara.


No puedo asegurar que eso que vi hubiera sido un hombre, ni siquiera que hubiera sido real, que no hubiera sido una confusión provocada por la oscuridad parcial que permite percibir siluetas, más confusas a media madrugada en pleno bosque con una perra ladrando a la nada.


¿Y si al final la perra también confundío alguna silueta de la naturaleza en movimiento con un posible peligro? Después de todo no me consta que estuviera acostumbrada a este lugar específico.


Decidí dejar de lado esta idea, pero para mi desgracia Natalia aparece apenas hay un breve instante de vacilación en mi cabeza, con la misma frecuencia con la que me encuentro con la mujer dormida apenas levanto la vista, impactando mis sentidos con la misma fuerza.


Paralelas a la bitácora, redacto también una serie de cartas dirigidas a ella. Aún no sé si se las entregaré, si le daré todas, pues igual que en este relato, cada vez hablo más sobre interiores que sobre paisajes exteriores, a veces a mi pesar.


Esa noche cruzó sobre nosotros sin mayores sobresaltos.


Jueves: Por la mañana, mientras Yayau y yo acabábamos de desayunar, pasaron por aquí un grupo de alpinistas españoles que tenían planeado ascender hasta la cima de la mujer. Cuatro navarros que se detuvieron a platicar conmigo. Les interesaba conocer más sobre la cultura popular mexicana, de hecho uno de ellos traía prendido a su mochila con un segurito un parche de la máscara del santo. La verdad no soy experto pero algo pudimos hablar hasta que llegamos al tema de la mitología frente a nuestros ojos.


Rubén, Eugenio, Raúl, Federico y yo hablamos del origen prehispánico de la leyenda, de que desde entonces este volcán haya ya estado en actividad, y de que ese hecho junto a otros más fue entendido por Moctezuma como premonición del fin (tal como cuenta Roa Bárcena en su leyenda de la princesa Papantzin). De la fascinación que han despertado por artistas y científicos y de sus recientes episodios de erupción. Después les hablé de mi estancia aquí.


Ellos me escucharon atentos y me alentaron, me pidieron la dirección del blog e intercambiamos direcciones de correo. De cierta forma compartimos una misma pasión.


Después les pedí que me hablaran sobre su última cumbre, venían de alcanzar la del Aneto en los Pirineos, a más de 3000 metros de altura.


Nos dejaron chocolate, tomaron té y tras desearnos suerte se perdieron tras los pinos.


Viernes: Yayau no estaba por la mañana. Le grité caminando en el perímetro del campamento pero no apareció. Con cuatro días con ese nombre no era de esperarse que volviera al escuchar que la llamaba pero pensé que podría llamar su atención y hacerla volver. No funcionó.


Pensé que se habría aburrido o simplemente no estaría acostumbrada a permanecer en un mismo lugar. De todos modos serví un poco de pan remojado en leche en su bote mientras yo desayunaba.


Calculo que eran las tres de la tarde, yo estaba picando unos troncos secos cuando la vi aparecer por el camino. Traía las patas enlodadas, como si hubiera andado por una zanja lodosa. No hizo caso a la leche pero ya estaba de vuelta.


En la noche volvió a ladrar. El sueño se me ha vuelto ligero así que desperté de inmediato, me armé y salí. Ya no estaba ladrando, esta vez no fueron más de dos minutos, pero la encontré atenta en la misma dirección, creo que eso fue lo que realmente me provocó el frío extremo.


Sábado: Desayuné con la Yayau y terminando la llevé con don Gustavo y doña Alma, que ya habían llegado.


Pasamos juntos la tarde. Llegaron pocos campamentos, ellos me dijeron que esperan más visitas apenas inicie diciembre, las dos semanas antes de la navideña, y luego vuelven hasta el próximo año.


La Yayau apenas veía gente y se acercaba a olerlos, los seguía a cierta distancia hasta que bajaban las mochilas y regresaba corriendo con nosotros.


Yo me fui a dormir después de tomar un té y ella seguía rondando el terreno.


Domingo: Como ya se vuelve costumbre le dejé mis cosas a los Ávila y bajé a pie, acompañado de la perrita.


Llegando al café termino de escribir los borradores que entregaré a Susana junto con unos trazos y el pago para después ir por el abasto.


Aquí termina el relato que retomaré la próxima semana.

noviembre 22, 2009

Domingo 22 de noviembre


Tras una semana más vuelvo al relato.
Lunes. Cayendo la tarde volví a mi base de cortejo volcánico. Todo el entorno en silencio contrastaba con lo que eso mismo había sido apenas unas horas atrás. Aunque aún encontraba rastros de quienes apenas se habían marchado, de nuevo era el único en no sé cuántos kilómetros a la redonda.
Tras haber comido en San Rafael no me quedaba mucho por hacer, tampoco tenía muchas ganas así que me preparé un poco de té mientras detallaba algunos trazos.
Justo ese día, subiendo desde el pueblo me acordaba de ella. Entonces parecían haberse reunido todas las condiciones adecuadas para la nostalgia, que siempre aprovecha cuando nadie más ocupa el centro de atención.
Seguramente sentada en su cama miraría por la ventana mientras escucharía música convencida de que pronto yo iría a buscarla.
Y no es que estuviera equivocada, me cuesta mucho estar sin ella. Cuando nos alejábamos, los domingos por la tarde, justo cuando más pega la nostalgia y todo voltea hacia ella, ante el contraste que siempre me ofrece su ausencia, salía en su búsqueda.
Ese día desde mi campamento alzaba la mirada y miraba frente a mí a la Iztaccíhuatl, recostada tan cerca pero siempre mirando en otra dirección. Así mismo encontraba entonces a Natalia. Pero por ahora a ninguna de las dos, por más que quisiera me podía acercar.
Martes. Me volvió a despertar el ruido de las camionetas. Después de un breve desayuno seguí dibujando. Poco a poco las cosas se me facilitan más, leña, lumbre, cocina, escritura, trazos, recuerdos. No quiero con esto decir que todo esto lo hago bien, tan sólo que me voy adecuando.
EL frío comienza a arreciar. Incluso a medio día, cuando el sol se alza exactamente sobre los volcanes, el viento baja cada vez más helado. Y considerando que aún es poca la nieve sobre las alturas pienso que esto podría agudizarse aún más.
Cuando contaba sobre esto a algunos amigos, gestando apenas mi aventura, muchos querían acompañarme y sinceramente yo quería que vinieran. Ahora creo que así estoy bien pues no debo de preocuparme por nadie más y las decisiones las tomo sólo yo. Además, la convivencia con ellos (¿o conmigo?) después de unos cuantos días enteros se complica un tanto.
Aún así y sin el pretexto del frío, creo que con Natalia sí me hubiera gustado subir.
Ese día la fumarola del Popocatépetl se levantó sobre nosotros, como queriendo espiar y cuidar a su mujer de mi compañía. ¿O será sólo que la quiere cubrir de este tremendo frío? Como si soplara un poco de su aliento sobre ella.
Imaginé a mis padres en la mesita de su casa, cenando algo caliente antes de irse a dormir y así yo hice lo mismo.
Miércoles. Cuando se mira tantas veces una misma foto uno acaba por encontrar detalles que perecen ocultos, e incluso, por sumarle detalles ajenos. Miro a diario a esta mujer. Al amanecer, a medio día, cuando atardece y cuando la luna se refleja sobre ella.
La miro con poca nieve, a veces con un poquito más (¿o será uno de esos detalles adjudicados por mí?), la miro seca y dorada o fría y entre penumbras de madrugada pero siempre miro a la misma mujer. Aún así cada imagen me remite a algo más. A su mítica historia, a su mítico silencio. Entre guerras tribales de aztecas contra tlaxcalas y premoniciones funestas, advertir el paso acechante de los conquistadores hasta cimbrar Tenochtitlán. Una lenta mirada a todo lo que aquí ha ocurrido hasta convertirse en un símbolo. Y ahora yo aquí.
En mi cartera, entre un calendario y una tarjeta telefónica obsoleta, guardo algunos de sus recados y una fotografía. A los cinco años en algún parque. Me ocurrió lo mismo ese tarde. Después de verla en clase, concentrada, distraída, coqueteando. En mi cuarto, en el suyo, durmiendo, despertando, riendo, gritando. A cada uno de esos momentos me remitió entonces el hallazgo de su imagen, cuando nada de eso había ocurrido, cuando Natalia tenía cinco años y la retrataron en un parque.
Jueves. El Servicio Sismológico Nacional, ubicado en Ciudad Universitaria, tiene registros diarios de las zonas con mayores movimientos telúricos del país, entre ellos los volcanes. Durante los primeros semestres de mi carrera ayudaba al ingeniero Luis Quintana Robles al análisis de esta zona, ese día lo recordé. Sin cosas pendientes de ningún techo no tuve mayor referencia del temblor así que sólo estuve seguro hasta que la tierra comenzó a quejarse. Los árboles se movían quizá igual que cuando se trata del viento pero sentía el vaivén debajo. La mujer dormía pero el cerro que humea lo hacía con vigor. El volcán registra un par de temblores al día pero la mayoría apenas son perceptibles a sus faldas, para haberlo sentido de este lado seguro se trató de algo mayor. Sé bien que eso no necesariamente significa que se trate de un incremento considerable de actividad y que por consiguiente corra peligro pero debo aceptar que en ese momento se me nubló la razón y me invadió el temor frente al gigante vivo.
Para acentuar lo vivido, esa noche tras ordenar el campamento, en oscuridad total, y sin aún entrar a la casa volví a escuchar los pasos.
Me encontraba de espaldas a la Iztaccíhuatl cuando escuche de nuevo la hierba tronar bajo unos pies. El machete estaba a un costado de la casa así que tomé una piedra. Giré por pánico, en plena oscuridad.
No creo que fueran pisadas de animal, sonaban cautelosas pero claras. Sonaban cada vez más cerca.
Viernes. Mientras desayunaba bajo el tenue rayo del sol me convencía de que por obvias razones no se trataba de asaltantes. El tiempo en exceso y el entorno tan particular me generaron ciertas teorías. De nuevo pensé que se podría tratar de gente que sube de madrugada en secreto, para lo que fuera, y que por alguna circunstancia no querían ser vistos. Pensé también en que se puede tratar de alguien más viviendo aquí arriba a quien le causaba curiosidad hallar otra persona en igualdad de circunstancias pero que no se animaba a abordarme y sólo me espiaba. Incluso vino la lejana posibilidad de que a cierta hora de la noche el presente (mío) se empalmaba con el pasado (presente de otro) por lo que había gente caminando en el mismo espacio en diferente tiempo. Algo entretenido pero de poca utilidad para explicarme realmente lo que pasaba.
El día transcurrió sin contratiempo, sin sustos de ningún tipo. La comida se ha convertido ya una gran entretención, sobre cuando termina bien cocida, el chorizo es una garantía.
Y como si tanto pensar en lo ocurrido un día antes me hubiera agotado dormí a plenitud.
Sábado. Al no ser un fin de semana largo los vendedores llegaron hasta este día. Don Gustavo y Doña Alma me dijeron que incluso hay veces que deciden no subir si no hay mucho movimiento en San Rafael.
Llegaron apenas tres campamentos un tanto chicos.
De cualquier forma es muy agradable tener con quién hablar mientras se toma un buen atole.
Pasé la tarde con ellos hablando de las múltiples historias que han visto desde su chocita, a propósito de ello les conté lo ocurrido el otro día.
Sobre el temblor me dijeron lo que ya sabía, es algo muy común. En cuanto a lo otro me ofrecieron varias posibilidades. Don Gustavo hablo primero de los conejos del monte. No le dije que lo creía poco probable porque su esposa de inmediato le preguntó si no se trataría de los de la secta. Me contaron que los ejidatarios han encontrado en ciertas ocasiones atadas a los árboles y quemadas, patas de animales, chivos o becerros, rodeadas por piedras. Creen que se trata de miembros de alguna religión rara que sube a hacer sus ritos a escondidas.
También me hablaron de los rateros, pero que éstos no suben hasta acá si no es siguiendo a alguien.
Hasta me hablaron de quienes han visto espíritus de los que según ellos han muerto o se han perdido en la montaña. Para no torturarme con estos pensamientos cambié el tema y por la tarde me fui. Leí el periódico que ellos me regalaron y me dormí
Domingo. Desperté temprano y de nuevo, aprovechando la generosidad de los Ávila bajé encargando a ellos mis cosas tal como el fin de semana pasado.
Ahora desde este café internet termino la recopilación de textos de esta semana, dedicados a mis recuerdos de escuela, de familia y de Natalia a quien sigo imaginando en su ventana cada que levanto la vista.

noviembre 16, 2009

Lunes 16 de noviembre

Después de una semana, después de haber vivido una semana, después de concebir el tiempo real que aloja en sí una semana, escribo de nuevo.
Revisando mis apuntes nocturnos del pasado lunes, partiendo de ellos para hacer memoria a detalle y arrancar con la bitácora, recuerdo que, al parecer, el plan previo al viaje me cansó más de lo que creí y esa mañana me amaneció un poco tarde.
Salí a eso de las 9 a.m. Tomé el metro hasta la estación Pantitlán y caminé al lugar en donde tomaría la combi rumbo a San Rafael. Como era de esperarse por el día y la hora no fuimos muchos los pasajeros y después de una mediana espera el chofer arrancó.
El tránsito no era tan pesado como supuse, aunque de haberme acompañado algún visitante no acostumbrado a la vida en esta ciudad lo que digo le resultaría un tanto irónico. En fin.
Poco a poco la avenida Ignacio Zaragoza se fue transformando. Después de los novedosos y metropolitanos puentes y segundos pisos las construcciones al margen se iban encogiendo a la par en que los cerros se iban levantando. Yo, sentado de espaldas al chofer podía mirar la evolución del panorama de una forma clara y evidente.
Llegué al Pueblo que hacía ya varios años no visitaba. Contrario a la ciudad, los cambios no son una costumbre pues habiendo estado por aquí no más de cinco veces identifiqué sin mayor problema el camino que debía seguir, la escena era la misma.
Hice una escala final en el mercado del pueblo para comprar un poco de comida, según caminaba entre los pasillos iba decidiendo mi abasto: Un cuarto de bisteces.19 pesos. Cinco pesos de tortillas y una cebolla, 3 pesos, dos jitomates por siete pesos igual que dos papas. Un par de piernas de pollo por 30 pesos y un pan bimbo chico por 15 pesos (que no era bimbo, era wonder). Por último compré una botellita de aceite vegetal por nueve pesos. Afuera una señora vendía tejocotes en su carretilla. Compré una bandejita por cinco pesos más. Esto, junto al café, la sal, el azúcar y la leche en polvo que traje de mi casa serían mi sustento por esta primera semana.
Acomodé algunas cosas dentro de la mochila, otras iban colgándole afuera. Comencé el camino a pie.
El pavimento se terminó y luego de algunos muros pintarrajeados se levantó el gran tubo de metal que marca el camino en ascenso.
La primera hora siempre se me ha hecho la más complicada. Resulta una prueba de fuego pues en algunos momentos se trata de auténticos muros que literalmente deben ser escalados, además de que el espacio sobre el que se camina es un tanto angosto. La mochila se empeñaba en enterrarme a cada paso.
Por otro lado, el follaje de los pinos filtra la fuerza del sol que apenas entra, ya debilitado, y torna fresca la ruta. Y nadie más ascendía en ese momento, esa tranquilidad a ratos contagiaba mi cansancio. A falta de reproductor mp3 escuchaba lo que se le ocurre decir a este entorno, que por momentos parece ser nada pero después de un rato el oído le acostumbra a los murmullos vegetales.
De repente la pendiente se interrumpe por el plano y ancho camino para carros, mucho más cómodo como largo. Apenas siete pasos y la montaña se vuelve a alzar.
Al final del tubo se despeja un claro ya en plano. En este punto llevaba cerca de tres horas de camino. El aire ahí ya es más frío. Cerca corre un canal con agua de deshielo. Tomé un poco y me senté a descansar.
El camino desde aquí pierde pendiente y se ensancha demasiado en comparación a lo pasado, la prueba se vuelve ya no de fuerza sino de resistencia.
En esta parte es posible escuchar ya el viento zumbando en los árboles y el chirrido de éstos cuando se mecen. Son pinos altísimos, yo calculo de 50 metros, más o menos.
Seguí el camino más ancho y las flechas que lo dirigen desde algunos árboles. Una hora y media después llegué a otro claro, mayor al pasado y un tanto diferente, no es un terreno enteramente plano y hay huellas tanto de llantas de coches o motos, no lo sé, como de animales de ganado (me pregunto también cómo es que llegan a estas alturas). Atravesé este pedazo pelón y entre los árboles que lo separan de la estación de Nexcoalango y con el beneficio del clima que a esta hora generalmente ofrece un aspecto nublado, se atisbaba claro el perfil cercano de la Iztaccíhuatl. Una frente apenas blanca y apenas también blanco el pecho revelaban una mujer diferente, más morena, igual de hermosa.
No pude más que sonreírle. Su silueta, perfectamente delineada seguía ofreciendo un amplio espectro de colores como lo hizo antes, mucho antes, a Murillo. El auténtico azul del cielo, las manchas blancas y brillantes sobre los grises y cafés, secas y afiladas que se cortan por puntas verdes oscurecidas.
Al centro del claro se edificaron con láminas y troncos algo así como unas chozas donde los fines de semana se venden quesadillas, cervezas, café y refrescos. Entonces estaban vacías. Cerca de éstas están los cajones, así los conozco yo, enormes piletas que alojan agua de deshielo. Como vestigios del pasado fin de semana círculos de roca constantes que en su seno encierran ceniza y carbón. Un par de camionetas rams estacionadas estaban siendo cargadas con leña. Así pues, ésta sería durante algún tiempo mi base.
Volví a mirarla. Los ojos se pierden, se meten en sus detalles, los de ahora generalmente ocultos por la ausente piel blanca. Era como verla desnuda, descarnada, en una situación poco frecuente. Como poder mirar por la pirámide de la luna por dentro, lo que tiene debajo su eterna figura en forma de escalera. Entonces a la derecha, un silencioso celoso echaba humo. Se alzaba sobre su cráter su propio reflejo tenue, como si un espejo lo reflejara a partir de su centro hacia el cielo, terminando en sus faldas que se esfumaban entre el aire. Era entonces como ver toda la magnitud sólida de la pirámide del sol reflejada en polvo hacia arriba en sentido inverso, una fina punta que se ensancha a lo alto y se pierde.
El hambre me devolvió a la tierra. Alcé a toda velocidad y desde un punto que me resulto estratégico la casa. Desde allí puedo ver a los dos anfitriones así como las chozas y el claro en donde se suele acampar, yo desde una esquina pretendo llamar lo menos posible la tención teniendo el agua corriente a un costado.
Tomé después las piedras ya ocupadas para estos fines, recogí de los árboles talados por los hombres de las camionetas lascas de leña, corté con el machete un poco de ocote y encendí mi morada.
Una vez listo el fuego calentaba agua en la cacerola y freía dos bisteces con media cebolla cortada también con el machete. Junté la comida con la cena y acto seguido la tarde con la mañana: Apenas hube terminado y con la confianza de quien desordena en su propia casa, apagué el fuego y me dormí. Nada, ni el frío me impidieron hacerlo con toda profundidad.
Martes: Desperté cerca de las diez. De nuevo el ritual del fuego, ahora sólo para calentar agua. Tuve que emplear el jabón de aseo personal para lavar los trastes, primera cosa que debo considerar a la vuelta a San Rafael el próximo lunes. Tomé café.
Por primera vez sentí la soledad absoluta y a kilómetros a la redonda, aún no han subido por leña. Di caminatas de reconocimiento sin alejarme demasiado de mis cosas. Mientras avanzaba la idea de la comida campestre me resultaba muy atractiva así que de las chozas entonces solas tomé prestada una varilla que supongo ocupan para atizar y acomodar la leña (está tiznada en una punta).
La lavé. Con la navaja y el machete logré atravesar la pierna del pollo y la atravesé antecedida y precedida por una mitad de papa a cada lado. Barnicé mi rudimentaria brocheta con aceite y la sazoné con no poca sal para ponerla al fuego que desde la mañana conservaba. Ahora que escribo, la comida sabe mejor que en ese entonces, las papas se quemaron con rapidez y al pollo le faltó cocción al centro pero nada que no se pudiera comer. Las tortillas salvaron la mesa. De nuevo y por tercera vez tomé café, ahora con leche, esta sería mi segunda consideración al bajar al pueblo, un poco de té no caería mal.
Con tiempo de sobra ordené cada cosa. Se me ocurrió, para mantener comestibles las carnes meter todas en una bolsa que a su vez metí en otra, ambas perfectamente cerradas y sin hoyos. Amarré la punta a mi varilla y ésta la clave cerca de la bajada de agua por lo que la bolsa quedaba constantemente bañada. Con esa baja temperatura podía contar ya con un refrigerador medieval.
Todo lo demás quedaría dentro de la casa, que siendo diseñada para guardar a cuatro personas me ofrecía suficiente espacio.
Por otro lado y aunque mi idea primera era la de una especie de letrina, la realidad (falta de herramienta, exceso de frío y vegetación abundante) modificó el proyecto. A unos 20 metros de la casa y con el método felino decidí cavar un hoyo a la vez para después taparlo.
Aproveché después el sol de la tarde para lavarme la cabeza, los brazos y los pies. Aún no me animaba (quizá porque aún no lo requería) a un baño de cuerpo entero.
El resto del día lo pasé tomando café y leyendo La pasión de dos volcanes. Ojalá me logre explicar, resulta demasiado extraño leer leyendas, historias, puntos de vista que a veces se perciben lejanos, sobre míticos lugares, estando en el lugar mismo, sintiendo ese carácter extraordinario en carne propia. Me imagino que si alguien pudiera leer el códice florentino o las cartas de relación de Hernán Cortés, caminando al pie de los lagos de la gran Tenochtitlán entendería de lo que estoy hablando.
Así se pasó la tarde. Tomé un poco de café con leche antes de acostarme a dormir.
Debo reconocer que no estoy habituado a esta bebida. Quizá por eso esa noche me costó demasiado trabajo dormir. Es cierto que la cafeína en dosis elevadas para el organismo produce ansiedad. Me sentía claustrofóbico con la sola idea de, mirando a mi breve alrededor dentro de la casa, saber que afuera la inmensidad me observaba. Entonces salí. No sé qué hora sería pero había oscurecido por completo, aunque la oscuridad aquí es relativa pues la luz de la luna siempre haya reflejo, aunque sea un poco, en la cumbre de los volcanes.
Ese reflejo definía claramente a la montaña y otra vez, como la primera vez que la miré de tan cerca en aquel campamento, me absortó. Su silueta alzada, tendida sobre la infinita pineda no se alcanza a imaginar, no se puede describir. Cualquiera creería, como es desde la ciudad, que de noche los volcanes también duermen, ocultos, pero no es así. De noche son más activos, de noche impactan con todo su tamaño sobre el fondo escuro. Como si las estrellas descansaran en la cima y brillaran tenuemente apenas delineando la inmensidad en la penumbra. El sol no les es necesario para imponerse, pues todo horizonte les pertenece. Pensando estas cosas que ahora escribo me llené de miedo y me metí a la casa.
Me sentía nervioso. Entonces pude escuchar hasta la hierba. No se si el frío la hace tiritar o si por las noches algunos animales rondan la zona pero escuché ruido sobre la hierba.
Recordé las referencias a múltiples asaltos en la montaña y esa idea, lejos de llevarme al pánico me hizo actuar. Al final se trataría de hombres, igual que yo, no de la naturaleza superior y enteramente desconocida. Tomé el machete y estuve pendiente con el oído de la hierba y con los ojos de la entrada de la casa.
El frío, como la luz del sol, también avisa del paso del tiempo. Ya había amanecido y yo me sentía entumecido.
Miércoles: Por más soñoliento decidí ya no tomar café. Desayuné tortillas con azúcar y leche preparada. Todo estaba en orden. Había decidió no dormir durante el día porque entonces tendría que volver a padecer la noche.
Me decidí caminar por las faldas para relajarme y fui rumbo al mirador. Una especie de cabaña que se levantó al pie de la bajada de agua y frente a un desfiladero. Tiene un balcón desde el que se ven los picos verdes infinitos hacia abajo y hacia los lados, cortados por el Popocatépetl, el valle de México, los pinos cercanos e inmediatos y atrás la mujer dormida. Todos deberíamos tener esta perspectiva al menos una vez en la vida. Uno se puede quedar ahí, parado nomás, mirando.
Una vez, volviendo de Guadalajara a la Ciudad de México, recuerdo haber pasado junto al pueblo de Tequila. La carretera va bajando de una loma y de repente la tierra frente al camino se vuelve infinitamente azul verdosa y se alza como en pellizcos, son los agaves. Estar viendo los pinos, cuya altura no se percibe desde una altura superior me recordó ese camino.
De regreso al campamento levanté un poco de leña. Todo seguía en orden. Volví a comer pollo, esta vez lo herví primero y después repetí la operación en la brocheta, poniendo las papas a la mitad del asado. El término de la carne mejoró notablemente y las papas no se quemaron tanto. Cabe mencionar que desde esa tarde he decidido acompañar la comida sólo con agua simple.
Jueves: Desperté temprano por el ruido un tanto lejano de las camionetas. La gente subía por leña.
Desayuné y comencé a revisar los apuntes que redacto por las noches.
Pasado el medio día de nuevo estaba solo, así que decidí bañarme por completo. Busqué la parte más lejana y cómoda para el propósito. Fue un auténtico baño de cazuela a falta de jícara. Las orejas y los veinte dedos se me entumecieron al grado del dolor pero una vez limpio ya en la casa me sentía muy cómodo. Aproveche también para lavar la ropa interior que me había quitado.
Terminé los últimos bisteces, ahora con lo que sobraba de cebolla y los jitomates que aún no había cocinado. Algunos insumos deberían ser más abundantes para la siguiente semana. Después de comer me permití una poco de café.
Afuera de la casa, tendido sobre el pasto tomé el sol que calentaba un poco el suelo bajo el viento que baja helado y comía tejocotes. Entonces se vuelve un breve contraste de temperatura este lugar.
En cuanto oscureció me metí a dormir. Mientras buscaba el sueño pensé en lo diferente que esto hubiera sido si Natalia me hubiera acompañado.
Volví a escuchar los ruidos sobre la hierba. Eran como pisadas lentas y lejanas. En ningún momento se acercaban. De ser personas buscando a quién robar pensé que no tendrían mucho de donde escoger por lo que de inmediato se me acercarían, pero entonces tomé en cuenta el que la casa no llamara la atención en el pequeño llano. Pensé que si salía y aún no me veían entonces lo harían, o que si no buscaban asaltar pero se creían solos podían verme como interferencia de lo que fuera que harían, finalmente nadie sube a las tres de la madrugada a las faldas de la mujer para sembrar un árbol. Después de una larga duda me calcé, me abrigué, tomé el machete y salí muy despacio de la casa.
Ya no había nadie y el silencio de nuevo era absoluto.
Viernes: Se me había olvidado que el fin de semana se volvería largo por el lunes feriado que rememora la Revolución Mexicana, hasta que vi llegar más gente de lo común desde temprano. Eran los habitantes de San Rafael que venden comida en las chocitas. Me acerqué y desayuné con ellos.
En la primera vende Gustavo con su esposa, doña Alma. Me contaron que suben cada fin de semana en su camioneta estaquita, una nissan que según me cuentan es modelo 81.
Les ayudé, después de pagar mi cuenta, a bajar sus cosas mientras platicábamos. Se enteraron de lo que le hago aquí y se alegraron aunque me dijeron que debía tener cuidado, los rumores generados a partir de algunos asaltos se han vuelto más frecuentes, “y eso nos afecta a todos, mucha gente ya no viene tan seguido por eso”.
Pasé la tarde con ellos. Apenas llegaron un par de grupos unas horas antes de que oscureciera.
Me fui a la casa. El Popo había lanzado una fumarola muy alta como para hacerme notar que no les debía perder atención. Me puse entonces a lanzar líneas armando algunos bocetos que poco a poco iré conformando.
Antes de dormir me tomé el sidral que me regalo Don Gustavo.
Sábado: Volví a con los señores Ávila para repetir el pan dulce con atole. Después del desayuno vimos que la gente comenzaba a llegar de manera constante. Después de instalarse poco a poco se iban acercando a la choza y el negocio se echó a andar. Al ver que doña Alma se dividía entre la masa para las tortillas y los guisados que aún no estaban listos, mientras don Gustavo destapaba los refrescos y hacía las cuentas, me ofrecí como ayuda. Yo me encargué de ir por agua para lavar las manos, y los platos sucios que también tomé como tarea. Cuando la demanda hubo cedido un poco comimos los tres. Diciendo que les había ayudado mucho no me quisieron cobrar y yo tampoco insistí.
Estaba lavando los últimos trastes cuando llegaron otras personas. Venían como casi todos de la ciudad. Un grupo de amigos de Neza que contaban que cada vacación que tenían era para venir al Izta. Nos ofrecieron un mezcal, sólo yo acepté.
Terminamos con la garrafa afuera de su campamento, cantando al ritmo de la guitarra y los muñecos Te vas a acordar de mí.
Domingo: Desperté como a las diez y fui directo a tomar atole con don Gustavo y doña Alma. Los de Neza armaron retas de futbol y tochito, ahí por fin nos dijimos nuestros nombres, ellos eran Gerardo, Ángel, Alberto, tosco y Jonatán, si no me equivoco.
Acabamos de nuevo cantando en su fogata, tomando cervezas que les compramos a los Ávila.
Acordamos que hoy lunes después de desayunar bajaríamos juntos a San Rafael. Sabiendo que me quedo me regalaron la comida que les sobró. Le he pedido a don Gustavo que baje mis cosas en su camioneta y nos encontremos a las dos de la tarde en el mercado.
Contrastante con la subida, ahora he bajado en menos tiempo, sin cansancio, sin mochila y acompañado. Me he despedido de los buenos amigos de Neza y he entrado a este café internet para dar cuenta de lo que me ha ocurrido esta semana. Dedico estas líneas tanto a ellos como a don Gustavo y doña Alma.

noviembre 08, 2009

Domingo 8 de noviembre de 2009

Algunos me auguran, al saber de mi propósito, que no voy a soportar más de una semana o que me voy a morir de frío, otros que volveré con mucho que contar. Incluso me han dicho que, como cualquier extremo necesariamente acarrea problemas, no debería hacerlo. Soy un pasante de ingeniero en Geología, apasionado de las texturas de la tierra.
Alguna vez escuché a mi abuela contar la historia de un par de enamorados que terminó en una pictórica tragedia. Ese es mi más remoto recuerdo al respecto.
Crecí mirando esas dos ruinas blancas, magnas en el horizonte de mi casa, fijas en mi paisaje. Durante el diario camino a la primaria no podía sino observarlas. A pesar de su quieta y eterna presencia siempre llamaron mi atención, nunca pude ignorarlas. La Iztaccíhuatl y el Popocatépetl.
Pero hay un hecho que cambió esa imagen magnitud, clara y dormida. Esa mañana se cubrió de gris, el gris más sorprendente y hermoso proveniente del centro de la tierra. El poder del volcán se atisbaba sobre cada superficie, calles, coches, techos, todo. Aún conservo un frasco con ceniza. Desde entonces el volcán no abandonaría la actividad. Responsable de cualquier posible catástrofe era referido con mucho temor.
Una noche se dibujó sobre la nada una fuga incandescente. Desde el techo de mi casa miré con miedo y con asombro el brote de la lava. Con el paso de los días y del apenas bostezo del volcán mi temor se convirtió en respeto.
Aún recuerdo la primera vez que rumbo a Puebla miré sus caras desconocías, un ángulo nuevo e impresionante.
Hablando sobre esta fascinación fui invitado a participar en un grupo de campamento juvenil que periódicamente subía a las faldas de ciertas montañas. Después de algunos ensayos en parques de la ciudad, llegada la semana santa, nos llevarían hasta La mujer, los caminos del Popo eran ya bastante restringidos.
Desde Amecameca el tamaño de los volcanes roba toda la atención. Llegamos a San Rafael y comenzamos un ascenso nervioso y revelador. A lo largo del camino no dejaba de preguntarme cómo serían de tan cerca. Montamos el campamento en Nexcoalango, ante una neblina que impedía ver más allá de los pinos que rodean el claro. Nunca he vuelto a ver caer el aguanieve.
Dormimos temprano y sin remedio pese al frío que a 3400 metros de altura se puede suponer. No sé qué hora sería cuando mis ganas de orinar me levantaron. En silencio y con una lámpara sorda salí de mi casa. El cielo era ya despejado bajo la luna. Al regreso la mujer me causó una sensación muy particular. Esa imagen hermosa e inmensa me hace siempre volver.
Cuando tuve que elegir el rumbo de mis estudios los volcanes amanecieron nevados. El estudio de la tierra desde un perfil científico ha moldeado mi visión al respecto pero durante una clase en el sexto semestre algo la enriquecería. El profesor Alfonso Jaime me presentó con Gerardo Murillo. Con él complementé mi afición por estas excepciones de la tierra y con él conocí la belleza sobre la belleza. Pienso seguir sus pasos a las faldas de esta señora apasionante y de su eterno y celoso acompañante, aún no me siento preparado para escalarlos.
Para ello durante el último año me propuse ahorrar al límite de mi posibilidad. Desde enero y a la par que avanzaba el último semestre, he estado trabajando en un proyecto sobre la detección de asentamientos de alto riesgo en las zonas de mayor altura del Valle de México para el gobierno de la Ciudad, la beca de estos once meses me ayudará demasiado.
Mi plan contempla primero a ella. Ahí permaneceré hasta agotar la mitad de mi dinero neto (reservando el pasaje de regreso). Bajaré una vez a la semana a San Rafael para comprar lo necesario así como para guardar un respaldo de mis escritos en la red.
Andaré después, si su actividad me lo permite, por La Joya y El paso de Cortés rumbo a él. Lo más probable es que el abasto semanal una vez de aquel lado lo haga en Tlamacas.
No sé para cuántos días en total me alcance el dinero, lo que sé es que debo de vivir en la más pura austeridad y que el agua pura, a diferencia de la ciudad, no me ha de faltar.
No puedo llevar nada más allá de lo esencial. Ropa abrigadora puesta y una muda ligera. También un botiquín básico para primeros auxilios y una navaja multiusos. Llevaré además un sartén, una cacerola y un machete por si la leña que pueda recoger no resultara suficiente y por si las desafortunadas historias de asaltos fueran ciertas. En cuanto a mi aseo sólo lo indispensable.
Llevaré este libro que tengo a mi lado, todos los ahorros, mi vieja casa de campaña con mi saco para dormir, un mapa del parque nacional Izta- Popo Zoquiapan, una pluma y unas hojas.
Tengo planeado subir a esta página lo escrito al respecto de cada semana.
Cada una de las cosas que he enumerado está lista. Recargados en la esquina de mi cuarto y ceñidos a cada forma miro los tirantes de mi mochila. Hoy es domingo ocho de noviembre, son las seis de la tarde, ya está oscureciendo. Ésta será la última noche que pase aquí, en mi cuarto, antes del viaje. Mañana a las 7 a.m. y después del desayuno salgo rumbo a ese mítico lugar.